Por la mañana barcos. Por la tarde barcos. Y por la noche, barcos también. El tráfico marítimo por el Estrecho de Gibraltar es el que habría de suponer para la entrada de todo un Mar Mediterráneo. Buques llenos de contenedores de carga, barcos pesqueros, cruceros ultra-iluminados, lanchas motoras con mercancías peligrosas (y helicópteros que a veces las seguían), surfistas y bañistas. Ningún vehículo, objeto o persona se escapaba de la atenta mirada de Murray. El Vigilante (como le llamaba mi padre) tenía todo controlado desde el ventanal privilegiado que teníamos en nuestra primera vivienda de Tarifa. Desde su rascador del comedor, o desde el banco de mármol que había en el balcón vigilaba el estrecho durante horas. A mí me gustaba a veces ponerme a su lado y observarle de cerca. Él ni se inmutaba. Estaba atento a aquel buque de carga, que pasaba despacito, despacito. Al rato, le daba un beso en el cogote, me levantaba y ahí le dejaba, en su guardia. Se tomaba el servicio muy en serio.
Una chica de apellido africano le rescató cuando era un bebé, junto a su madre y un hermano, y después les anunció por internet para conseguirles una familia que les quisiera. Ahí aparecimos nosotros, que le elegimos para acompañarnos en nuestro viaje. Llegó tímido a casa, y su nueva hermanita, Suni, tampoco le recibió muy bien. Los días posteriores se los pasaban peleando sin parar, pero supongo que por eso que dicen que el roce hace el cariño, un buen día nos los encontramos durmiendo juntos. De ahí a inseparables.
La timidez nunca la perdió, no era tan sociable como su compañera peluda, pero a pesar de cuadruplicar su tamaño en poco tiempo, siempre fue el bebé bueno que un día trajimos a casa: mimoso, tragón, calentito y abrazable.
Murray, no te acompañé en la última etapa de tu vida y ya hace varios meses que te fuiste a una garita de más altura, pero no hay un solo día que no te recuerde. Y así seguirá siempre.
Hasta siempre amigo. Te quiero.